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La pandemia ha sido una catástrofe en todos los rincones del mundo. Los gobiernos han hecho su mejor esfuerzo por mitigar sus efectos, pero no cabe duda de que no todos han sido acertados. Al daño del virus se le ha sumado el inconmensurable perjuicio ocasionado por algunas de las restricciones o prohibiciones, que en múltiples ocasiones han exhibido desproporción, falta de razonabilidad y un trato desigual.

Uno de los derechos más maltratados durante la crisis ha sido indudablemente la libertad de religión y de culto, que no ha recibido un trato acorde a su condición de derecho fundamental, siendo rápidamente sacrificada en el intento de contener el avance del virus. En circunstancias como las que vivimos, este derecho corre con una especie de desventaja estructural y es objeto de incomprensión pues siempre son menos que el total de la población quienes sostienen que la observancia religiosa es esencial en sus vidas y actúan acorde. Lograr que este derecho sea defendido y respetado por todos exige un ejercicio de comprensión del otro, a menudo ausente. El observador suele pensar el problema desde la perspectiva de lo que es esencial para él y no, en cambio, para el que busca ejercerla. La pandemia ha puesto esto de relieve en forma clara.

Incluso antes de que llegara la pandemia, las restricciones a la libertad de religión y culto han llegado a máximos históricos, como revela un reciente estudio del Pew Research Center. En 2018 se registró la mayor proporción de restricciones a la religión en el mundo, desde 2007. En la región Asia-Pacífico se registró la mayor cantidad de casos de uso de la fuerza estatal en contra de comunidades religiosas (aunque por motivos distintos que los de la situación global actual).

En lo que va de la crisis hemos visto con alarma como incluso en las democracias más consolidadas y presuntamente respetuosas de los derechos humanos han incurrido, en los casos más graves, en prohibiciones absolutas del ejercicio de esta libertad, como en Escocia. En otros tantos, las restricciones impuestas han implicado un trato injustamente discriminatorio en perjuicio de la observancia religiosa, como en AlemaniaSuizaFrancia o Estados Unidos, por nombrar algunos. Afortunadamente, en todos ellos los tribunales de justicia han reprochado a los gobiernos y exigido ajustar las medidas para dar a la vida religiosa un trato al menos igualitario al tráfico comercial y recordar que las restricciones deben ser estrictamente necesarias.

En Latinoamérica la situación no parece muy distinta. Tras ocho meses de restricciones, el gobierno de Perú autorizó recién en noviembre pasado una reapertura progresiva de las iglesias. En Argentina también se ha dado esta tensión, llegando incluso algunas diócesis, como la de Córdoba, a rebelarse a las medidas impuestas específicamente contra la realización de oficios religiosos, afectando la salud espiritual de las personas.

En Chile también las restricciones han tenido un impacto desproporcionado en la vida religiosa, en especial con los encierros de fin de semana y las severas limitaciones de aforos que no consideran las posibilidades reales de mantener distanciamiento. Ahí han sido los fieles quienes se han organizado para recurrir a tribunales, encontrándose con una actitud extremadamente deferente al actuar gubernamental y la negativa de revisar la juridicidad de las medidas. La situación más lamentable se produjo para la Navidad, en que los tribunales que admitieron a trámite las reclamaciones obviaron su carácter urgente y las tramitaron con plazos tan extensos que para cuando el gobierno había respondido, la Navidad ya había pasado y el daño ya estaba consumado. Una exquisita ironía, considerando que al inicio de la pandemia una de las juezas de la Corte Suprema de este país calmaba a los ciudadanos a través de un medio de comunicación garantizándoles que “ninguno de sus derechos se pueden ver mancillados y que acá estamos los tribunales trabajando…los ciudadanos están resguardados, incluso en medio de esta pandemia”. La realidad ha sido otra.

La creación en tiempo récord de las vacunas contra el Covid-19 nos genera la expectativa de que la pandemia llegará a su fin más temprano que tarde. Pero hasta entonces, las restricciones seguirán y la pelea por hacer respetar la dignidad humana de los creyentes seguirá. En lo que a los cristianos respecta, se avecina la Semana Santa, culminando con la Pascua de Resurrección, el día más importante del año. Habrá nuevos intentos por exigir a los gobiernos respetar la libertad de religión y la no discriminación de los fieles. Es de esperar que, al menos esta vez, los tribunales no arrastren los pies.

ADF International

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